April
Austin.
El aire que quedaba en mis pulmones estaba desapareciendo y la
presión del agua sobre mí comenzaba a dolerme. Realice un pequeño salto con mis
pies y en unos pocos segundos ya estaba en la superficie de la piscina.
Eran casi las siete y la hora de la cena ya
había pasado en mi casa, pero no pensaba apurarme. El gimnasio me encantaba,
con las piletas climatizadas, las clases de aerobics, las maquinas de fuerzas
o, lo que Charlie odiaba, el kick-boxing.
Salí del agua y tomé mi toalla azul, no tenia
frio aunque afuera estaba helando, el salón era completamente calentito y a esa
hora estaba casi completamente vacío.
Por la enorme puerta de vidrio apareció
Charlie, un poco transpirado por culpa de la caminadora eléctrica. Por lo
general, los jueves se encargaba de correr, todo según su rutina diaria.
-
¿carrera hasta el final?-. preguntó, quitándose
la sudadera, siempre que pasaba por mí hacíamos una pequeña carrera de cien
metros en la piscina y yo siempre ganaba.
Tiré mi toalla a un lado y a la cuenta de tres
ambos nos zambullimos, cada uno en su carril.
Adoraba hacer deportes, había muy pocos que yo
no hubiese probado alguna vez, pero la natación era mi favorito, con el que me
sentía más viva.
Comencé a bracear y patalear muy rápidamente,
en menos de cinco segundos, le había sacado varios metros de distancia a mi
oponente. Charlie había ganado competencias de natación y carreras de
atletismo, pero nunca lograba ganarme a mí, ni siquiera una vez en todos
nuestros años de amistad. Aunque las carreras en las que participábamos eran
locales (nada importante) él odiaba perder y cuando era contra mí, una chica
que ante cualquier problema parecía indefensa, se enfurecía consigo mismo.
Llegué a la meta antes que él, como siempre, y
al verme fuera frunció el seño.
-
Esta vez intenté darte ventaja-. Me defendí,
aunque en mi interior disfrutaba muchísimo de mis victorias, eran las pocas
cosas que lograba en la vida-. Pero no puedo evitar ser buena en cada cosa que
hago.
-
Agradece que somos amigos-. Gruñó, Charlie
odiaba perder-. ¿te llevo a casa?
-
Seguro.
Corrí al cambiador y me puse mis pantalones de
gimnasia negros, una camiseta blanca y un enorme buzo azul junto a mis
zapatillas de lona rojas.
Con mi pelo mojado intentando secarse, guardé
todo en mi bolso deportivo y regresé con Charlie que me esperaba en la
recepción del gimnasio.
En el subsuelo, estaba la camioneta de él, una
chevrolet c-10 modelo 1995 color azul. Como Charlie era mecánico, o mejor dicho
ayudaba en un taller mecánico, intentaba mantenerla de la mejor manera posible
pero aquella vieja máquina ya estaba lejos de mantenerse “en forma”.
Subí en el asiento del acompañante y salimos a
la luz de la noche una vez más. Todas las semanas era lo mismo, ir a nadar,
correr, estirar, ejercitar o hacer algún tipo de deporte para regresar a casa
exhaustos.
Los jueves, en especial, el trafico de
Manhattan era insoportable y algo que irritaba a Charlie mucho más de lo
normal. Era común escucharlo maldecir por culpa de otros conductores igual de
apurados que él y digamos que su mal humor por haber perdido contra mí
empeoraba todo.
Ambos vivíamos en un barrio de clase media-baja
en la isla de Manhattan, Hamilton Heights. También, vivíamos casi en la misma
casa, sólo que él estaba al otro lado de una enorme manzana. Todas las noches,
yo salía por la escalerita que estaba junto al balcón de mi cuarto y subiendo
por el costado hasta la terraza, caminaba por el medio de los techos del
edificio, hasta llegar a la ventana del living del departamento de Charlie y
quedarnos viendo caricaturas hasta la madrugada.
Al cabo de una hora, ya habíamos llegado a mi
edificio, una estructura de ladrillo, alta y de color beige, algo gastado y con
humedad. Se entraba por la punta de la esquina y hacia los costados salían
cinco columnas de ventanas con filas, filas y más filas que llegaban a la mitad
de la cuadra y, desde allí, seguía otro edificio.
-
¿Cuáles son los planes para esta noche?
-
Nada importante, Julianna preparó una cena algo
estrafalaria y Pam me presentará a su nuevo novio.
-
¿tienes hasta tarde?-. preguntó mientras salía
de la camioneta-. Hoy es el especial de Tom y Jerry.
-
No empieces sin mí-. Bromeé-. Adiós.
Abrí la puerta del corredor principal y me topé
con nuestra vecina de arriba, la señora Bennett, una solitaria ama de casa,
amante de la ciencia y los libros. Era unos centímetros más baja que yo y
aunque su cuerpo era extremadamente delgado, los disimulaba con la suave joroba
que tenía en la espalda y unas cuantas ropas holgadas.
La salude y ella me dirigió un gruñido
habitual, no tenía el mejor carácter del mundo. Comencé a subir las escaleras
que quedaban hasta el cuarto piso, donde se encontraba el departamento de mi
abuela Julianna.
Al abrir la puerta, me encontré con Pam y
Rupert, su nuevo novio. Un pobre hombre que aun vivía con su madre, analista de
sistemas y, según mamá, un poco llamativo tic en el ojo que yo noté al instante
en cuanto lo vi.
Desde que papá se había ido, hacia exactamente
trece años, mamá había dejado de creer en los hombres, igual que yo. De pronto,
ya no tenía trabajo y por lo tanto, tuvimos que mudarnos a la casa de su madre
(mi abuela). Luego, cuando consiguió un empleo como secretaria de un edificio
público, comenzó a tener citas con perdedores, uno peor que el otro, y todas
las semanas tenia uno nuevo. A veces, llegaba a conocerlos, otras era un
romance tan rápido que ni siquiera nos enterábamos que había sucedido.
Además, como si esto fuese poco, era un poco
alcohólica, lo que había provocado que yo me quedara viviendo con mi abuela
cuando ella consiguió un nuevo departamento, unos ocho años atrás.
Saludé a Pam con desgano y a su pareja con
indiferencia, luego me encontré a julianna en la cocina y le conté como habían
estado las cosas. Aunque, obviamente, evité la parte en que falte al colegio.
Aquel jueves era mi cumpleaños y yo odiaba rotundamente ese día, justo cuando
Terry (mi padre) se había ido. Por lo tanto, Charlie y yo habíamos intentado
pasar la menor cantidad de felicitaciones por mis dieciocho años, acudiendo
toda la tarde al gimnasio.
Observé la deliciosa pasta que mi abuela había
cocinado y descubrí que en la diminuta mesada que teníamos había una pequeña
torta de cumpleaños. Odiaba soplar las velas y las cosas dulces, todos los años
era lo mismo, pero Julianna insistía en que lo hiciera.
Me encerré en el baño y me di una buena ducha
caliente, aunque me gustaba el frio, aquella noche estaba haciendo demasiado y
necesitaba calentar mis huesos. Luego, me dirigí a mi cuarto que estaba justo
al otro lado del pasillo y cerré la puerta tras de mí.
Jamás en mi vida había visto una habitación tan
pequeña, pero lo que siempre me había asombrado, era la cantidad de cosas que
entraban en ella. Hacia un tiempo, mínimo cinco años, que conseguía dinero de
pequeños trabajos de niñera y justo para mi cumpleaños número dieciséis, había
logrado terminar de decorarla y pintarla como yo quería.
Las paredes eran blancas, celestes y verdes,
tenía una pequeña estufa para los fríos inviernos y un ropero de madera que
dejaba mucho que desear. Mi cama estaba en diagonal a una de las esquinas y
tenía un gran respaldo blanco de hierro con barras que le cruzaban en vertical
y unas pocas hojas de metal pegadas en ellas.
El acolchado era turquesa y combinaba con una
estantería escondida en un rincón junto al armario, al igual que con el resto
de las cortinas y algunas pocas fotos en la pared. Todo era muy colorido, pero
me había esmerado especialmente en no tener nada rosa, lo aborrecía, igual que
lo dulce o el calor. Todas esas cosas me recordaban a mis días viviendo con Pam
y Terry, y hacía mucho tiempo intentaba olvidarlos.
Me puse un jean oscuro, unas zapatillas azules
y un sweater blanco para parecer más o menos interesada en aquella velada,
aunque era todo lo contrario, pero sabía que Julianna se había esmerado mucho
en hacerla y no quería parecer desagradecida.
Al verme en el espejo, me odié al instante. Mi
rostro, pelo y cuerpo eran la viva imagen de Pamela y siempre había intentado
parecerme lo menos posible a ella.
Desde que Terry se había ido, era como si su
corazón se hubiese encogido por completo. Me había olvidado, se había encerrado
en su propio mundo y era como si nunca hubiese crecido. Seguía saliendo con
hombres, sin preocuparse por nada. Julianna y yo nos encargábamos de pagarle
las cuentas, la renta del departamento y de socorrerla cuando volvía ebria a la
madrugada, simplemente para que no condujera en ese estado hasta su casa.
Era la persona más irresponsable que había
visto jamás y aunque Charlie me ayudaba a pasar aquellos días oscuros en que
Pam se quedaba en casa por tener fuertes resacas, la odiaba por no haberse
hecho cargo de mí cuando yo no podía hacerlo.
Nos sentamos a cenar y, como siempre, mi abuela
hizo un minuto de silencio para agradecerle a Dios todo lo que nos brindaba,
que en mi opinión era una ración bastante tacaña. No es que yo fuese muy
presuntuosa o, mucho menos, ambiciosa; sino que no creía en nada, era lo más
sínico que se podía ver, no creía en la religión, no creía en la ciencia, no
creía en los políticos, no creía en el sistema educativo, a veces ni siquiera
creía en mí, no creía en los hombres y, tampoco creía en el amor.
Lo más parecido que había visto al amor era el
de mis padres y no había terminado muy bien que digamos. En segundo lugar,
estaban los padres de Charlie, que aunque se peleaban todo el tiempo por cualquier
cosa, seguían viviendo juntos ignorándose mutuamente. Por último, mis pocas
relaciones amorosas habían sido inaguantables y, sinceramente, nunca supe
porque habían iniciado en un principio. Para mí, los hombres eran idiotas y
hasta ahora, solo había uno que soportaba, uno que me hacía ver el mundo de un
punto de vista un poco distorsionado al mío, ese era Charlie, mi mejor amigo
desde que tenía memoria. Aunque, a veces pensaba que él no era un hombre, no
entendía cómo podíamos llevarnos tan bien con mi resentimiento hacia la raza
masculina.
Al cabo del postre, mamá ya estaba un poco
alegre y Rupert continuaba comiendo. Cuando la abuela comenzó a juntar los
platos, él comprendió que ya no quedaba nada más en nuestras alacenas, heladera
o tachos de basura como para convidarle. Creo que incluso había probado los
horrendos cereales que julianna desayunaba en las mañanas.
Nos despedimos y ambos salieron por la puerta.
Estaba convencida que si llegaban a salvo a casa de Pam en aquel estado, o se
peleaban o Rupert resultaría un ladrón de alcohol, como su anteúltimo novio,
George.
-
¿te has divertido?
-
La cena estuvo muy bien-. Respondí, intentando
evadir la verdad-. Gracias.
-
¿Qué tal este nuevo chico?-. preguntó mi abuela
mientras se recostaba en el pequeño sofá, que seguramente tenía más de treinta
años de antigüedad, como todo en la casa salvo mi cuarto-. Es algo…
-
¿idiota?-. pregunté pero ella se lo tomo a
broma-. Son todos fracasados, estoy harta de tener que conocerlos ¿Por qué
sigue trayéndolos a conocernos?
-
Quiere hacernos participes de su vida.
-
Pues, creo que hace tiempo vengo demostrando
que no quiero participar de su vida-. Reproché-. Y mucho menos de la amorosa,
esos tipos me dan asco.
-
April, por favor-. La miré y no completó su
frase, sabía que yo tenía razón-. Deja eso, mañana lo limpiaremos.
-
Descuida, puedo hacerlo-. La besé en la
frente-. Descansa.
-
Adiós cariño.
Quedé limpiando todo el living porque odiaba
dejar todo para último momento. Además, nunca podía dormir, Charlie decía que
yo era la persona más hiperactiva que conocía y durante un tiempo yo había
creído que era algo extraño, pero con el tiempo comencé a acostumbrarme. Nunca
tenia sueño y no podía quedarme quieta.
En las tardes solía a hacer ejercicio luego de
una mañana de escuela, por la noche limpiaba la casa porque no me gustaba ver a
mi abuela haciéndolo y, aun así, luego de hartarme de ver caricaturas con
Charlie, seguía sin tener sueño. Me acostaba por obligación, por miedo a no
dormir en toda la noche, pero lograr alcanzar el sueño me tomaba como mínimo
una media hora.
Encendí la canilla del agua y, luego de dejar
un brazalete que mi padre me había regalado sobre la mesada, comencé a lavar
los platos. El agua caliente me encantaba, y hacia que deseara estar en la
piscina del club en ese preciso momento. En mi vida había experimentado con
todos los deportes, incluyendo bungee jumping, pero a pesar de todo solo la
natación hacia que me sintiera viva.
Hacía tiempo, un poco menos de la última vez
que había visto a Terry, que me había comenzado
sentir extraña. Al principio era cansancio, luego sueño, mas tarde fue
la depresión y, antes de cumplir los seis años, Charlie me comentó la idea del
aburrimiento. Fue entonces cuando comencé a hacer deporte, Julianna me había
llevado a unas pocas sesiones con un psicólogo que decía que yo estaba en
perfecto estado mental, que el deporte sería una buena canalización.
Desde entonces, estaba segura que todo se debía
a un “síndrome permanente de aburrimiento”. Todo me parecía tedioso y aburrido,
principalmente la escuela. Si fuese por mí, habría estado todo el día nadando,
corriendo o saltando, pero la idea de sentarme a leer libros aburridos durante
seis horas era completamente insoportable.
Volví a colocarme el brazalete y en silencio,
me encerré en mi cuarto. Guarde mi celular en el bolsillo de mi pantalón, y
salí por la ventana hacia un pequeño andén de metal que se utilizaba en caso de
emergencia. Desde él, salía una escalera que subía o bajaba y conectaba hacia
el resto de los departamentos, todo por si alguna vez se incendiaba alguno.
Pero en mi interior, estaba convencida que aquel edificio jamás se quemaría,
era tan resistente y horrible como cualquier otro en Hamilton Heights, el
barrio más sórdido de Manhattan, según mi punto de vista.
Subí por los escalones hasta llegar a la
ventana de la cocina del departamento de la señora Bennett, hacía años que
vivía allí, desde que yo estaba con la abuela, y siempre había tenido el mismo
decorado, las mismas cortinas y las mismas manchas en el suelo. El tiempo no pasaba
en la vida de aquella extraña mujer.
Continué mi camino por una escalera que subía
en diagonal hasta la terraza y de un salto, aparecí en el techo. Hacia frio y
yo no había tomado mi abrigo, comenzaba a arrepentirme, aunque siempre me había
gustado sentir el frio sobre mis mejillas, o el color violeta que quedaba en
mis labios. Era lo mismo con los vientos de verano o las lluvias, el agua
cayendo sobre mí me hacía sentir libre y sin límites de hacer lo que quisiera,
Charlie decía que la naturaleza hacia que me revelara y que en un lugar tan
gigante como Manhattan, nunca lo lograría. Sin embargo, amaba Hamilton Heights,
era mi hogar desde hacía ya mucho tiempo, y lo conocía más que a la palma de mi
mano, la cual nunca podía descifrar porque parecía ir cambiando con el paso del
tiempo.
Evitando pisar en falso, atravesé la manzana
pasando por todas las terrazas de los departamentos.
Al llegar al borde, busqué una escalera que
casi nadie usaba y que estaba algo torcida. Me colgué de ella y, pasando por el
medio de dos escalones, la atravesé para quedar con el pecho contra el metal y
de a poco, fui descendiendo hasta llegar a la ventana del último piso: el
living de Charlie.
Muchos pensarán que no valía la pena hacer todo
eso, que sería más sencillo dar la vuelta a la manzana caminando como cualquier
otro, pero no. Hamilton Heights no era el lugar más seguro del mundo y la
sensación de aventura me gustaba muchísimo, además, era una forma de hacer que
mi abuela pensara que dormía cuando en realidad miraba caricaturas, así evitaba
el sermón que me brindarían ella y Pam sobre lo importante que eran las horas
de sueño para el estudio y la vida diaria. Como si a mi madre le interesara
bastante, yo era dueña de mi vida desde el momento en que Terry se había ido,
la única que tenía derecho para recriminarme algo era Julianna y ella no sabía
que yo no estaba en mi cuarto. Al final, todos felices.
Me paré en el andén y golpeé tres veces con un
ritmo que solo Charlie y yo conocíamos, era la forma de saber que era April y no
cualquier psicópata, aunque ciertamente, no creíamos que un ladrón se tomara
tantas molestias como para subir a un quinto piso por escaleras de metal muy
poco seguras. Para eso había que tener la misma capacidad aeróbica que yo, lo
cual se lograba con muchas horas de entrenamiento o mucho tiempo libre.
-
¿cómo ha estado?-. preguntó Charlie cuando
entre por debajo del vidrio abierto-. ¿Qué tal el nuevo?
-
Es un completo idiota y se comió todos nuestros
víveres-. Rezongué, odiaba a cada uno de los amantes de Pam, aunque a veces
llegaban a ser novios-. Vas a verme seguido durante la semana, no nos queda ni
agua en los jarrones.
-
Así que uno más en la lista, ¿Cuántos van ya?
-
Por este año, conocí a cuatro-. Tomé una
manzana de una frutera sobre la mesa y me recosté en el sofá-. Pero creo que
van diez, ósea, seis sin oficializar.
-
¿estás contando al señor Perkins?
-
No, ese va siempre sin incluir.
El señor Perkins era el jefe de mamá. Un
importante político que aunque no estaba casado, tenía varias “amigas”
revoloteando por todo Nueva York como si fuesen buitres. Aunque, la única que
le duraba siempre era Pam porque nunca se quejaba y no le pedía demasiado. Las
otras siempre querían casas en el centro, vacaciones pagas y pavadas como esas,
a cambio ofrecían su silencio, a él no le convenía que se supiese todo. Pero
Pam, era muy tonta o muy lista, jamás había reclamado aunque siempre conseguía
lo que quería.
Una vez Charlie y yo los habíamos visto salir
juntos del hotel en el que Julianna trabajaba como mucama, y desde entonces nos
encargábamos de evitar a aquel hombre como fuese. Los únicos que sabían que
clase de madre tenía yo eran los padres de Charlie, que para ser sinceros, no
me querían para nada.
Los señores Power eran muy religiosos y,
obviamente, yo provenía de una familia “sucia” y tenía una madre soltera que
nunca se había casado con mi progenitor. Podría decirse que no era bienvenida
en aquel hogar, aunque Charlie no era el hijo modelo y me permitía el acceso de
todos modos.
Encendimos el televisor y, como todas las noches, nos dimos un buen
atracón de papas fritas, chocolate y caricaturas, los cuales para mí, eran
grandes placeres de la vida.
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